Se cubría con una pequeña manta roída y deshilachada. Parecía un fantasma ambulante, un mendigo, un predicador callejero del aislamiento. Guardaba silencio por horas, y entre los jirones, se veían enormes y blancos sus ojos escrutadores.
Andaba con una lentitud molesta, casi aparentando una cojera irrecuperable, porque arrastraba un zapato deshecho, sin cordones, con el empeine del pie derecho, y con una reconcentrada fuerza en la punta de los dedos, descubiertos, por temor a que se deslizara entre ellos el cuero desgastado.
Cada cierto tiempo se agachaba en la esquina de una estrecha calle, en donde como a resguardo de miradas indiscretas, sentado en el suelo, desenvolvía una bola de plásticos en la que hurgaba caprichosamente para ir extrayendo las colillas de cigarros que había ido recogiendo en las aceras de la ciudad.
Abría las piernas de par en par, no sin dificultad por el enmohecimiento de sus huesos, y entre ellas disponía las colillas de mayor a menor, con escrúpulo de laboratorio. Pacientemente, seleccionaba las más largas y menos consumidas, las de boquillas más higiénicas y menos aplastadas, las de canutillo menos vacío. Y en otra bolsa arrugada de supermercado, volvía a recoger las desechadas. Con el resto en la mano, se aupaba del suelo y volvía a arrastarse, envuelto en su manta y medio descalzo.
En las afueras, una gigantesca tubería ciega de un grueso cemento, olvidada y prácticamente inaccesible, le servía de cobijo. Accedía a ella abruptamente, rasguñándose la piel entre la maleza de la entrada mientras se hacía paso.
El interior era un oscuro reducto de silencio absoluto, el de una caja húmeda, cargada de asfixia.
Allí tumbado, palpándose el bosillo, extraía un pequeño encendedor con el que prendía las colillas.
Andaba con una lentitud molesta, casi aparentando una cojera irrecuperable, porque arrastraba un zapato deshecho, sin cordones, con el empeine del pie derecho, y con una reconcentrada fuerza en la punta de los dedos, descubiertos, por temor a que se deslizara entre ellos el cuero desgastado.
Cada cierto tiempo se agachaba en la esquina de una estrecha calle, en donde como a resguardo de miradas indiscretas, sentado en el suelo, desenvolvía una bola de plásticos en la que hurgaba caprichosamente para ir extrayendo las colillas de cigarros que había ido recogiendo en las aceras de la ciudad.
Abría las piernas de par en par, no sin dificultad por el enmohecimiento de sus huesos, y entre ellas disponía las colillas de mayor a menor, con escrúpulo de laboratorio. Pacientemente, seleccionaba las más largas y menos consumidas, las de boquillas más higiénicas y menos aplastadas, las de canutillo menos vacío. Y en otra bolsa arrugada de supermercado, volvía a recoger las desechadas. Con el resto en la mano, se aupaba del suelo y volvía a arrastarse, envuelto en su manta y medio descalzo.
En las afueras, una gigantesca tubería ciega de un grueso cemento, olvidada y prácticamente inaccesible, le servía de cobijo. Accedía a ella abruptamente, rasguñándose la piel entre la maleza de la entrada mientras se hacía paso.
El interior era un oscuro reducto de silencio absoluto, el de una caja húmeda, cargada de asfixia.
Allí tumbado, palpándose el bosillo, extraía un pequeño encendedor con el que prendía las colillas.