10/7/08

LA CAJA ANECÓICA


Se cubría con una pequeña manta roída y deshilachada. Parecía un fantasma ambulante, un mendigo, un predicador callejero del aislamiento. Guardaba silencio por horas, y entre los jirones, se veían enormes y blancos sus ojos escrutadores.


Andaba con una lentitud molesta, casi aparentando una cojera irrecuperable, porque arrastraba un zapato deshecho, sin cordones, con el empeine del pie derecho, y con una reconcentrada fuerza en la punta de los dedos, descubiertos, por temor a que se deslizara entre ellos el cuero desgastado.


Cada cierto tiempo se agachaba en la esquina de una estrecha calle, en donde como a resguardo de miradas indiscretas, sentado en el suelo, desenvolvía una bola de plásticos en la que hurgaba caprichosamente para ir extrayendo las colillas de cigarros que había ido recogiendo en las aceras de la ciudad.



Abría las piernas de par en par, no sin dificultad por el enmohecimiento de sus huesos, y entre ellas disponía las colillas de mayor a menor, con escrúpulo de laboratorio. Pacientemente, seleccionaba las más largas y menos consumidas, las de boquillas más higiénicas y menos aplastadas, las de canutillo menos vacío. Y en otra bolsa arrugada de supermercado, volvía a recoger las desechadas. Con el resto en la mano, se aupaba del suelo y volvía a arrastarse, envuelto en su manta y medio descalzo.



En las afueras, una gigantesca tubería ciega de un grueso cemento, olvidada y prácticamente inaccesible, le servía de cobijo. Accedía a ella abruptamente, rasguñándose la piel entre la maleza de la entrada mientras se hacía paso.



El interior era un oscuro reducto de silencio absoluto, el de una caja húmeda, cargada de asfixia.



Allí tumbado, palpándose el bosillo, extraía un pequeño encendedor con el que prendía las colillas.

9/7/08

VACÍOS, SOLOS Y SUCIOS


Desasosiega pensar que no hemos de encontrar fuera del espacio de nuestros hogares, en donde nos creemos a resguardo de los vaivenes de todos los días y en todos los órdenes, un minuto al descanso, que siempre habremos de mantenernos en guardia para contrarrestar los ataques de los otros, alimentando nuestra tensión interior, pretendiendo estar alerta y defendernos con nuestras propias armas de quienes no cesan de ponerse por delante de nosotros, ir comiéndose nuestro espacio de afuera, el lugar social en el nos hemos venido situando.



Somos animales de posición, estamos habrientos con mayor o menor dolor de estómago y retortijón, de acaparar más, y nunca más de lo que creemos tener ya, sino, por comparación, de lo que vemos conseguir al resto porque parecemos estar hechos de una materia de insatisfacción y contento plenos.



Somos ciegos del disfrute que pudiera ofrecernos nuestra circunstancia y andamos por el mundo careciendo del respeto que nos debiera producir arriesgarnos a perder o a no seguir ganando de lo que poseemos. Nuestra voluntad de abarcar nos conduce a la irreflexión, a la imprudencia, a la falta de moralidad o ética, al avasallamiento y hasta la impiedad con quien nos estorbe. No curamos de nada ni de nadie si nos hemos trazado una meta, vivir se convierte en una competencia abierta que, no siendo singular, individual sólo, arrastra con todo.

Nos transformamos en enemigos y dejamos instalarse en nosotros una profunda desconfianza sobre los actos de los demás. Leemos dobles sentidos en sus mensajes, interpretamos intenciones camufladas en sus demostraciones; contemplamos su falsedad con la impotencia de la envidia que nos genera constatar que desearíamos posicionarnos del mismo modo, porque queremos vivir los efectos beneficiosos de aparentar para recibir en compensación, situándonos cerca de quien otorga, ordena, manda, influye o de quien está cerca de quien pueda hacerlo.



Disfrutamos de nuestra hipocresía, nos burlamos de la incapacidad que queremos ver en los otros, nos crecemos. Buscamos ser más oídos, considerados siempre, mejor atendidos, supervalorados. Hasta deseamos que los demás dependan un poco de nosotros para convencernos de que a cualquier nivel podemos ejercer el poder que no desplegamos en otros, porque estos lo ejercen sobre nosotros.



Visualizamos una pirámide en la que no concebimos situarnos en la base y desde cuyo pico soñamos expulsar a cozazos a ineptos y displicentes. Tan sólo somos capaces de aceptarnos a nosotros. No al resto. No hay cabida.

Ensucíamos nuestro camino de cadáveres, dejamos de estar acompañados porque les alienamos a nuestro paso.

No hay novedad en esto.

8/7/08

EL CORTACÉSPED


Resulta espeluznante pensar que podamos contener en nuestra intimidad, guardados, pequeños reductos de una maldad por germinar, pero más aún que podamos llegar a desarrollarla o a ponerla en práctica y en evidencia contra otros, nunca contra nosotros mismos, y que lo hagamos con una disimulada picardía infantil, pretendiendo que sus efectos sean menos crueles y nos guardemos de parecer unos perfectos criminales por la atenuación que toda apariencia de juego inocente infunde a nuestros actos.

Es además perceptible que esta crueldad de tácitos resortes, tiene comprimida en sí misma un matiz de reivindicación, de protesta o enfrentamiento, quizás porque sea desatada en esos segundos climáticos en los que una situación cualquiera pone a prueba no sólo la paciencia, sino también nuestros principios y nuestra moralidad, nuestras pautas propias e individualizadas de comportamiento, nuestro modo de entender lo que sucede frente al modo en el que se nos pueda estar imponiendo una visión de la realidad sin posible admisión de réplica.

Es una rebelión íntima y primaria, semejante al llanto de un niño al que se le arrebata el caramelo que disfruta, o la pelota con la que juega, o al que se le ordena ir a la cama cuando aún quiere seguir jugando. Nuestro orden de las cosas, alimentado con nuestras apetencias, difiere normalmente con el orden del resto y de este mismo modo construimos nuestra posición ante la realidad y su devenir. Sólo habernos convencido de un modo de proceder, entendiendo particularmente que unas determinadas causas se concluyen con unos determinados efectos, que aprendemos como consecuentes, y habiendo naturalizado una deontología personal a través de la experiencia y la observación, concluimos en nosotros el frente individualizado de batalla en el que, desde primera línea, guerrear contra una contradicción de los demás.

No prever las consecuencias es un error de planteamiento y estrategia.

Como habitualmente, me desperté por la mañana para ir a trabajar. Tras ir al baño, comencé a escuchar una discusión en la calle. Mi vecino, cuya trasera linda con un amplio jardín con un precioso césped perfectamente cuidado, parecía estar discutiendo vivamente con el jardinero del jardín vecino a causa del excesivo ruido que en los últimos días venía soportando a tempranas horas de la mañana, producido por las máquinas cortacésped.

Ciertamente, era insoportable. Un ruido monótono, contundente y lo que es peor aún, diario, que yo también había venido escuchando al despertar.

Aquella mañana, mi sufrido vecino no debió de despertarse pacíficamente, y molesto nuevamente por los ruidos, vestido tan sólo con el pantalón de su pijama, asomado a su propio parterre, había comenzado a tirarle guijarros al jardinero que manipulaba con concentración su máquina cortacésped como todos los días. Éste, alcanzado por los proyectiles, no pudo menos que acercarse al otro para discutir.

Asomado a mi ventana como estaba, observando por entre las cortinas, me sonreí cuando separándose ambos tras la discusión verbal, comprobé que no sólo mi vecino se mantenía impávido, sino que además se agachaba sigilosamente, con media sonrisa en la cara, rebuscando en la tierra qué volver a tirar, mientras el jardinero, airado, recogía su máquina para alejarse de las piedrecillas y levantando a destiempo un dedo acusador y amenazante.

Cuando dejé de observar, mi vecino estaba lanzándole de nuevo pequeñas piedras al jardinero que prosiguió desde cada vez más lejos cortando la hierba del jardín.

A la mañana siguiente el ruido era poderoso y atronador, como ruido de batanes quijotescos. Levantado como habitualmente estaba, volví a asomarme con la misma curiosidad y comprobé que el jardinero no estaba solo, sino acompañado de tres molestas máquinas ruidosas más. Toda una respuesta.

Pero no sólo somos crueles cuando atentan contra el descanso en nuestro hogar o cuando atentan contra nuestras obligaciones, contra las que cabe menos hacer , puesto que resultaría doblemente perjudicial oponerse, sino que somos especialmente maquiavélicos en lo sentimental, en las relaciones sociales, de amistades y familiares e incluso en las sentimentales, en donde tendemos a ejercer, sotto voce, cierta manipulación de los caracteres más débiles anexos a nosotros, dependiendo de qué y cómo nos plazca por el mero hecho de imponernos.

4/7/08

RECUERDO RECORDAR


Repasar siempre el pasado no es una buena medicina para la vida de ahora de cada uno, ni siquiera para revivir imaginariamente lo que de bueno o malo nos tocó vivir, o lo que de alegre decidimos vestir lo que vivíamos, si no lo vestimos de tristeza.

La experiencia es un grado. Compartir lo extraído de cada vivencia es siempre un acto valiente y loable, en todo punto enriquecedor. Pero no siempre acompaña a una amalgama de vida la habilidad de saber qué compartir y con quién, con qué intensidad y prudencia compartirlo, hasta con qué frecuencia compartirlo. Digamos que la adquisición de un grado, el de haber vivido tanto, no conlleva el otro por necesidad, el de tener la claridad suficiente para saber cuándo es más oportuno y porqué compartir lo que se comparte.

En las relaciones sentimentales, se hace más evidente este complejo punto.

Se comienza una relación sin la opción imparcial de contrastar la información de nuestra pareja. De manera que hemos de tener fe en lo que nuestra pareja nos transmite de su vida, de igual manera que nuestra pareja ha de confiar en el relato de nuestro periplo vital.

Al principio, se tiende a transmitir todo un caudal de información que no procesamos bien, cuando escuchamos, y que no transmitimos, con excepciones, con toda su cruel o sincera fuerza, es decir, queriendo decir claramente lo que determinados pasajes de nuestra vida significan verdaderamente para nosotros. Se genera por tanto una vaga sensación de insaciedad, de frustrado intento de decir al otro lo que más crudamente no sabríamos decir.

Siguen las relaciones, con su cúmulo de tiempo, y de cuando acá, nos retrotraemos a estas historias incompletas, a estos pequeños relatos frustrados de nuestra vida, que pulsan por citarse... Asemejan acumularse en nuestro estómago, y nuestra cotidianidad indolente a nuestros fantasmas del pasado, sigue su curso mientras continúan agolpándose en nuestra intimidad.

Llega entonces el momento en el que la propia cotidianidad nos brinda ocasiones con las que dar rienda suelta a lo que ha ido convirtiéndose en casi, casi una necesidad fisiológica y que es en sí, una necesidad psicológica. Habrá quienes sientan que no habiéndolo contado todo, lo que realmente han acumulado en su memoria de sensaciones es un peregrino sentimiento de culpabilidad, como si lo que no se acabó por contar no fuera para contado. La culpabilidad, la toma de conciencia frente a ella de nuestra inocencia al respecto, y la oportunidad del día a día, suelen ser aprovechadas para dar quietud al empuje de lo que por dentro nos bulle.
Y sin apenas darnos cuenta, comienzan a revivirse sin oposición alguna todos nuestros fantasmas. Es aquí en donde suelen comenzar a encabalgarse los momentos compartidos con otros, con los vividos ahora junto a la pareja, la última. Se entorpecen las comparaciones inevitables de los unos contra los otros. Los objetos, las personas, las frases... toman un cuerpo nuevo al que han tenido desde un principio. Añaden a una significación construida en un pasado reciente, casi presente, la significación que pudo tener junto al otro, en un pasado un tanto más lejano, y que corresponde al otro, con otro...
Inevitablemente, se corre el riesgo de entrar en un bucle sin escape que comience por enturbiar la sana cotidianeidad de la pareja. Ambos, podrán comenzar a sumar a sus propios fantasmas, los fantasmas del otro y dejarán de ver en lo reconstruido junto con el último, la significación nueva, para verla comparada, asemejada, a la de aquellos que pasaron antes.
Superar este trance, es prácticamente ganar una batalla, pero ¿dónde está el error?
Si no hubiéramos compartido, no conoceríamos, no daríamos satisfacción a nuestra curiosidad por el otro y ésta misma sería causa de corrosión de nuestra relación, ¿cómo no darle salida? ¿Cómo no pretender ver a qué atenerse?
Pero, ¿cuánto, cómo, cuándo y porqué hemos de compartir lo que compartimos si no queremos enrarecer lo nuestro? ¿Podemos contener lo que deseamos contar? ¿Es mejor la contención o es preferible desbordarse? ¿Somos capaces de convivir con los fantasmas del otro? ¿Nos deshacemos de lo prescindible de nuestro pasado compartido con otros? ¿Debemos deshacernos de qué?