Resulta espeluznante pensar que podamos contener en nuestra intimidad, guardados, pequeños reductos de una maldad por germinar, pero más aún que podamos llegar a desarrollarla o a ponerla en práctica y en evidencia contra otros, nunca contra nosotros mismos, y que lo hagamos con una disimulada picardía infantil, pretendiendo que sus efectos sean menos crueles y nos guardemos de parecer unos perfectos criminales por la atenuación que toda apariencia de juego inocente infunde a nuestros actos.
Es además perceptible que esta crueldad de tácitos resortes, tiene comprimida en sí misma un matiz de reivindicación, de protesta o enfrentamiento, quizás porque sea desatada en esos segundos climáticos en los que una situación cualquiera pone a prueba no sólo la paciencia, sino también nuestros principios y nuestra moralidad, nuestras pautas propias e individualizadas de comportamiento, nuestro modo de entender lo que sucede frente al modo en el que se nos pueda estar imponiendo una visión de la realidad sin posible admisión de réplica.
Es una rebelión íntima y primaria, semejante al llanto de un niño al que se le arrebata el caramelo que disfruta, o la pelota con la que juega, o al que se le ordena ir a la cama cuando aún quiere seguir jugando. Nuestro orden de las cosas, alimentado con nuestras apetencias, difiere normalmente con el orden del resto y de este mismo modo construimos nuestra posición ante la realidad y su devenir. Sólo habernos convencido de un modo de proceder, entendiendo particularmente que unas determinadas causas se concluyen con unos determinados efectos, que aprendemos como consecuentes, y habiendo naturalizado una deontología personal a través de la experiencia y la observación, concluimos en nosotros el frente individualizado de batalla en el que, desde primera línea, guerrear contra una contradicción de los demás.
No prever las consecuencias es un error de planteamiento y estrategia.
Como habitualmente, me desperté por la mañana para ir a trabajar. Tras ir al baño, comencé a escuchar una discusión en la calle. Mi vecino, cuya trasera linda con un amplio jardín con un precioso césped perfectamente cuidado, parecía estar discutiendo vivamente con el jardinero del jardín vecino a causa del excesivo ruido que en los últimos días venía soportando a tempranas horas de la mañana, producido por las máquinas cortacésped.
Ciertamente, era insoportable. Un ruido monótono, contundente y lo que es peor aún, diario, que yo también había venido escuchando al despertar.
Aquella mañana, mi sufrido vecino no debió de despertarse pacíficamente, y molesto nuevamente por los ruidos, vestido tan sólo con el pantalón de su pijama, asomado a su propio parterre, había comenzado a tirarle guijarros al jardinero que manipulaba con concentración su máquina cortacésped como todos los días. Éste, alcanzado por los proyectiles, no pudo menos que acercarse al otro para discutir.
Asomado a mi ventana como estaba, observando por entre las cortinas, me sonreí cuando separándose ambos tras la discusión verbal, comprobé que no sólo mi vecino se mantenía impávido, sino que además se agachaba sigilosamente, con media sonrisa en la cara, rebuscando en la tierra qué volver a tirar, mientras el jardinero, airado, recogía su máquina para alejarse de las piedrecillas y levantando a destiempo un dedo acusador y amenazante.
Cuando dejé de observar, mi vecino estaba lanzándole de nuevo pequeñas piedras al jardinero que prosiguió desde cada vez más lejos cortando la hierba del jardín.
A la mañana siguiente el ruido era poderoso y atronador, como ruido de batanes quijotescos. Levantado como habitualmente estaba, volví a asomarme con la misma curiosidad y comprobé que el jardinero no estaba solo, sino acompañado de tres molestas máquinas ruidosas más. Toda una respuesta.
Pero no sólo somos crueles cuando atentan contra el descanso en nuestro hogar o cuando atentan contra nuestras obligaciones, contra las que cabe menos hacer , puesto que resultaría doblemente perjudicial oponerse, sino que somos especialmente maquiavélicos en lo sentimental, en las relaciones sociales, de amistades y familiares e incluso en las sentimentales, en donde tendemos a ejercer, sotto voce, cierta manipulación de los caracteres más débiles anexos a nosotros, dependiendo de qué y cómo nos plazca por el mero hecho de imponernos.
Es además perceptible que esta crueldad de tácitos resortes, tiene comprimida en sí misma un matiz de reivindicación, de protesta o enfrentamiento, quizás porque sea desatada en esos segundos climáticos en los que una situación cualquiera pone a prueba no sólo la paciencia, sino también nuestros principios y nuestra moralidad, nuestras pautas propias e individualizadas de comportamiento, nuestro modo de entender lo que sucede frente al modo en el que se nos pueda estar imponiendo una visión de la realidad sin posible admisión de réplica.
Es una rebelión íntima y primaria, semejante al llanto de un niño al que se le arrebata el caramelo que disfruta, o la pelota con la que juega, o al que se le ordena ir a la cama cuando aún quiere seguir jugando. Nuestro orden de las cosas, alimentado con nuestras apetencias, difiere normalmente con el orden del resto y de este mismo modo construimos nuestra posición ante la realidad y su devenir. Sólo habernos convencido de un modo de proceder, entendiendo particularmente que unas determinadas causas se concluyen con unos determinados efectos, que aprendemos como consecuentes, y habiendo naturalizado una deontología personal a través de la experiencia y la observación, concluimos en nosotros el frente individualizado de batalla en el que, desde primera línea, guerrear contra una contradicción de los demás.
No prever las consecuencias es un error de planteamiento y estrategia.
Como habitualmente, me desperté por la mañana para ir a trabajar. Tras ir al baño, comencé a escuchar una discusión en la calle. Mi vecino, cuya trasera linda con un amplio jardín con un precioso césped perfectamente cuidado, parecía estar discutiendo vivamente con el jardinero del jardín vecino a causa del excesivo ruido que en los últimos días venía soportando a tempranas horas de la mañana, producido por las máquinas cortacésped.
Ciertamente, era insoportable. Un ruido monótono, contundente y lo que es peor aún, diario, que yo también había venido escuchando al despertar.
Aquella mañana, mi sufrido vecino no debió de despertarse pacíficamente, y molesto nuevamente por los ruidos, vestido tan sólo con el pantalón de su pijama, asomado a su propio parterre, había comenzado a tirarle guijarros al jardinero que manipulaba con concentración su máquina cortacésped como todos los días. Éste, alcanzado por los proyectiles, no pudo menos que acercarse al otro para discutir.
Asomado a mi ventana como estaba, observando por entre las cortinas, me sonreí cuando separándose ambos tras la discusión verbal, comprobé que no sólo mi vecino se mantenía impávido, sino que además se agachaba sigilosamente, con media sonrisa en la cara, rebuscando en la tierra qué volver a tirar, mientras el jardinero, airado, recogía su máquina para alejarse de las piedrecillas y levantando a destiempo un dedo acusador y amenazante.
Cuando dejé de observar, mi vecino estaba lanzándole de nuevo pequeñas piedras al jardinero que prosiguió desde cada vez más lejos cortando la hierba del jardín.
A la mañana siguiente el ruido era poderoso y atronador, como ruido de batanes quijotescos. Levantado como habitualmente estaba, volví a asomarme con la misma curiosidad y comprobé que el jardinero no estaba solo, sino acompañado de tres molestas máquinas ruidosas más. Toda una respuesta.
Pero no sólo somos crueles cuando atentan contra el descanso en nuestro hogar o cuando atentan contra nuestras obligaciones, contra las que cabe menos hacer , puesto que resultaría doblemente perjudicial oponerse, sino que somos especialmente maquiavélicos en lo sentimental, en las relaciones sociales, de amistades y familiares e incluso en las sentimentales, en donde tendemos a ejercer, sotto voce, cierta manipulación de los caracteres más débiles anexos a nosotros, dependiendo de qué y cómo nos plazca por el mero hecho de imponernos.
4 comentarios:
Hola. He disfrutado mucho leyéndote. Ha sido una experiencia dual: reí mucho con la historia de la batalla verde y me quedé pensando sobre lo que analizas. Tienes mucha razón. Me gusta tu prosa. Será un placer leerte.
PD: Gracias por la visita.
Eres muy amable. Espero continuar haciendo estas cosas mientras tenga fuerzas. Un saludo!
Me ha recordado unas cuantas situaciones que he podido admirar en ciertos momentos de mi vida. Increíble la mala leche concentrada que podemos tener y solo falta que nos pinchen el carton, para que salga disparada.
Siempre he dicho que hasta el que parece el hombre mas bueno y pacifico del mundo, se convierte en un monstruo lleno malas acciones si se le pone en un medio desfavorable y que perturbe su entorno.
Saludos
Me ha recordado unas cuantas situaciones que he podido admirar en ciertos momentos de mi vida. Increíble la mala leche concentrada que podemos tener y solo falta que nos pinchen el carton, para que salga disparada.
Siempre he dicho que hasta el que parece el hombre mas bueno y pacifico del mundo, se convierte en un monstruo lleno malas acciones si se le pone en un medio desfavorable y que perturbe su entorno.
Saludos
Publicar un comentario