Resulta curioso comprobar cómo nuestro pasado va con nosotros.
No nos abandonan las experiencias vividas en la infancia, todo lo que nos enseñaron directa o indirectamente, lo que aprendimos, lo bien o lo mal que nos trataron, (sobre todo lo mal que nos trataron), la ausencia de afecto que sufrimos, la inseguridad del desabrigo de nuestros protectores, la indolencia de nuestros padres ante nuestro llanto, el abuso de nuestros desconocidos, la incomprensión de nuestros hermanos, la falta de guía frente a una realidad ignota, la burla de lo que otros siempre consideraban como sabido y que nosotros aprendíamos, una displicente enseñanza, el ridículo, la vergüenza infligida por quien se consideró ante nosotros más fuerte, la humillación...
Todas esas cosas de a veces que, incontroladamente, ayudaron a la mancillación de nuestra niñez, a las que un niño, de por sí débil, maleable y frágil es incapaz de enfrentarse por sí sólo, contribuyen a hacer pesada la carga de determinación personal existente en todos y cada uno de nosotros...
A una nefasta confluencia de determinación cultural por la circunstancia particular de nuestros progenitores, por la propia circunstancia del infante, se une todo ese amasijo de experiencias traumáticas que éste puede llegar a sufrir y que indefectiblemente cargará consigo mientras no halle oposición íntima, mientras no se convulsione psicológicamente para encontrar el revulsivo que haga que ese niño se enfrente cultural, social y afectivamente a esta determinación de su personalidad, a la imposición de una perspectiva vital ajena a sí mismo, adquirida involuntariamente y, por todo ello, perjudicial para su vida misma, habiendo sido experimentada.
Del mismo modo que cuando crecíamos sentimos necesidades desatendidas por las circunstancias que nos rodearon, más tarde, en edad avanzada, madura, esas mismas carencias reverdecen, agudizando una urgente necesidad de subsanación de cualquier falta, reclamando una compensación in extremis, determinante, para hacer de esa vida individual un ser capaz de liberarse de lo que le marcase negativamente para el desenvolvimiento social que se pudo ver afectado por un cúmulo indeseable de frustraciones infantiles.
Decir que reverdecen, es también admitir que hubo lucha íntima, que hubo rebeldía o quizás, incluso, cierto aire de inconsciencia viviendo, porque la inconsciencia adolescente, no parece sino el período de debate íntimo contra la predeterminación circunstancial de una vida que ha de saltar en breve a la experimentación independiente de una vivencia íntegra y autónoma del mundo con el que ha de estar en conflicto. Y esa perspectiva, intuyendo una falta de preparación para el salto, es abismal, produce un miedo cerval que en última instancia parece sólo salvable ciegamente.
Vivir a tientas no sólo podría implicar cometer errores, también produce aciertos, pero anestesia toda sensación de necesidad, disimula toda carencia, sólo dejando traslucir un aparente desconcierto. Es aquí cuando llegan los sucedáneos, las búsquedas, el idealismo, la falsa sensación de encuentro con lo auténtico, la formación de una personalidad debilitada, sin contrafuertes, de base enclenque y desordenada con la promesa infeliz y esperanzada de otro futuro en construcción.
No siempre la suerte es benigna, no siempre el devenir de las cosas casa con una prospección determinada del futuro que deseamos vivir un día. Muy al contrario, tras la anestesiada etapa en la que hemos tratado de desasirnos de todo vínculo impuesto, y pudiendo haber encontrado por fortuna un asidero temporal tal y como nosotros lo deseáramos, regresan para sacudirnos en la calma.
¿Es entonces posible la lucha definitiva por recuperarse?
No nos abandonan las experiencias vividas en la infancia, todo lo que nos enseñaron directa o indirectamente, lo que aprendimos, lo bien o lo mal que nos trataron, (sobre todo lo mal que nos trataron), la ausencia de afecto que sufrimos, la inseguridad del desabrigo de nuestros protectores, la indolencia de nuestros padres ante nuestro llanto, el abuso de nuestros desconocidos, la incomprensión de nuestros hermanos, la falta de guía frente a una realidad ignota, la burla de lo que otros siempre consideraban como sabido y que nosotros aprendíamos, una displicente enseñanza, el ridículo, la vergüenza infligida por quien se consideró ante nosotros más fuerte, la humillación...
Todas esas cosas de a veces que, incontroladamente, ayudaron a la mancillación de nuestra niñez, a las que un niño, de por sí débil, maleable y frágil es incapaz de enfrentarse por sí sólo, contribuyen a hacer pesada la carga de determinación personal existente en todos y cada uno de nosotros...
A una nefasta confluencia de determinación cultural por la circunstancia particular de nuestros progenitores, por la propia circunstancia del infante, se une todo ese amasijo de experiencias traumáticas que éste puede llegar a sufrir y que indefectiblemente cargará consigo mientras no halle oposición íntima, mientras no se convulsione psicológicamente para encontrar el revulsivo que haga que ese niño se enfrente cultural, social y afectivamente a esta determinación de su personalidad, a la imposición de una perspectiva vital ajena a sí mismo, adquirida involuntariamente y, por todo ello, perjudicial para su vida misma, habiendo sido experimentada.
Del mismo modo que cuando crecíamos sentimos necesidades desatendidas por las circunstancias que nos rodearon, más tarde, en edad avanzada, madura, esas mismas carencias reverdecen, agudizando una urgente necesidad de subsanación de cualquier falta, reclamando una compensación in extremis, determinante, para hacer de esa vida individual un ser capaz de liberarse de lo que le marcase negativamente para el desenvolvimiento social que se pudo ver afectado por un cúmulo indeseable de frustraciones infantiles.
Decir que reverdecen, es también admitir que hubo lucha íntima, que hubo rebeldía o quizás, incluso, cierto aire de inconsciencia viviendo, porque la inconsciencia adolescente, no parece sino el período de debate íntimo contra la predeterminación circunstancial de una vida que ha de saltar en breve a la experimentación independiente de una vivencia íntegra y autónoma del mundo con el que ha de estar en conflicto. Y esa perspectiva, intuyendo una falta de preparación para el salto, es abismal, produce un miedo cerval que en última instancia parece sólo salvable ciegamente.
Vivir a tientas no sólo podría implicar cometer errores, también produce aciertos, pero anestesia toda sensación de necesidad, disimula toda carencia, sólo dejando traslucir un aparente desconcierto. Es aquí cuando llegan los sucedáneos, las búsquedas, el idealismo, la falsa sensación de encuentro con lo auténtico, la formación de una personalidad debilitada, sin contrafuertes, de base enclenque y desordenada con la promesa infeliz y esperanzada de otro futuro en construcción.
No siempre la suerte es benigna, no siempre el devenir de las cosas casa con una prospección determinada del futuro que deseamos vivir un día. Muy al contrario, tras la anestesiada etapa en la que hemos tratado de desasirnos de todo vínculo impuesto, y pudiendo haber encontrado por fortuna un asidero temporal tal y como nosotros lo deseáramos, regresan para sacudirnos en la calma.
¿Es entonces posible la lucha definitiva por recuperarse?
No hay comentarios:
Publicar un comentario